INSOMNE
Para Lorenza.
Pablo Virgilio abrió los ojos a una oscuridad absoluta. Otro en su lugar hubiera pensado que se había quedado ciego ante una ausencia de luz tan contundente. Pero él estaba muy acostumbrado al insomnio, a hundirse profundamente en el sueño después de un día invariablemente difícil, y a despertar de golpe tres horas después, ya muy entrada la noche, cuando el silencio zumba en el caracol del oído interno y la oscuridad cosquillea en los nervios ópticos como negro eléctrico de video.
Paulatinamente aparecieron los filos tenues de luz, los sonidos de la calle y sus ecos fatalistas que pueden deformar el llanto lejano de un bebe en un lamento macabro, o viceversa, pero que tienden a alimentar el vacío opresivo que acompaña siempre a esa vigilia impertinente, especie de conciencia opaca que es el insomnio.
El verdadero insomnio no es una vigilia normal. No es cómo estar despierto hasta muy altas horas de la noche. No es cómo no tener sueño o ganas de dormir. El insomnio profundo como el que había experimentado Pablo en muchas épocas de su vida, y actualmente desde hace varias semanas, tiene algo de sobrenatural: es el agotamiento sin alivio, es un estado de conciencia entre el sueño y la vigilia, pero totalmente opuesto o negativo a la ensoñación (en la que imágenes oníricas se despliegan en la mente estando aún despiertos pero con la nitidez propia del sueño).
La ensoñación es una sensación placentera, casi narcótica que experimentamos unos momentos antes de abandonar la conciencia lúcida. El insomnio es el estado inverso, es la mente aún no despierta, experimentando la crudeza de la realidad, las preocupaciones cotidianas sin las armas y mecanismos para mitigarlas, cómo si un niño heredara de pronto las preocupaciones de un adulto, asumiera sus deudas y sus pérdidas.
En otro tiempo Pablo se hubiera desesperado. Hubiera intentado someter al sueño con la misma torpeza de quien intenta obtener amor a la fuerza, y con el mismo resultado. Pero ahora no estaba sólo. Una suave respiración a su lado empezó a confortarlo, a evocarle desde su calma durmiente, que el insomnio no se alivia con pastillas, sino con poesía.
Enseguida recordó la novela que ella acababa de regalarle. Casi sintió alegría mientras buscaba a tientas el libro aún cubierto de celofán al lado de la cama y la suave lámpara de leds que se había comprado para no despertarla. Era una baratija china comprada en la calle, pero había resultado una maravilla que, con un par de pilas pequeñas, podía alumbrar por semanas el área, más que suficiente, de una hoja de libro.
Pablo encendió la tenue luz y Luciana se movió en la cama.
¿Te molesta la luz? – le susurró tocándole la mano. Como respuesta ella se llevó la mano de Pablo a los labios y la besó con los ojos cerrados. Un instante después volvió a dormirse. Pablo la miró admirado. Ninguna otra persona en su vida había sido capaz de soportar la persistencia maniaca de su insomnio y ella como respuesta le besaba la mano, le hablaba de curas poéticas, le regalaba novelas.
Miró la portada del libro que tenía en la mano: “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” de Haruka Murakami. Arrancó el celofán, olió las paginas y esponjó la almohada.
Por la mañana Luciana no recordaría nada de ese beso en la mano mientras que él estaría enamorado de nuevo. Después de ocho años de compartir la cama.
Pablo se hundió en la lectura con facilidad. Los personajes de Murakami abrieron un espacio suave entre la vigilia y el mundo, que se fue ensanchando mientras avanzó la trama. Pronto la conciencia lastimosa olvidó la oscuridad, los ruidos de la calle, suspendió las horas y hasta la luz del amanecer, tan cruel para los insomnes , comenzó a filtrarse bajo las gruesas persianas amortiguada por una llovizna tenue y un amanecer nublado.
Antes de que el cuarto blanco se iluminara por la luz del día, Pablo ya estaba dormido, profundamente, con el libro abierto y la linterna de leds aún encendida sobre la cama.
Mi amor – rompió una voz el hechizo – mi amor – insistió Luciana y sus palabras suaves sobresaltaron a Pablo. Había dormido poco más de una hora y su mujer ya lo estaba despertando.
- Necesito que me lleves – atacó de nuevo, y un enojo creciente comenzó a desbaratar el sueño de Pablo.
- Llévate el coche – Se defendió, pero bajo sus ojos hinchados ya estaba obligándose a abandonar el útero tibio de las sábanas y la inconciencia. Sabía que ahora era imposible continuar el sueño. La conciencia insomne no tiene defensas contra la presión o la culpa.
- Necesito que me lleves.
- No he dormido nada – chilló al tiempo que se levantaba, con la docilidad y protesta de un niño de cuarenta años. En posición vertical la falta de sueño se le vino encima como una cruda, se le revolvió el estómago, sintió una presión en la nuca y detrás de los ojos. Se sentía ultrajado. La suave mañana lluviosa le pareció ahora fría e inhóspita.
Luciana lo mimó mientras se vestía. Le preparó un capuchino y lo abrigó antes de enfrentar la mañana húmeda. Todo lo hizo con una sonrisa plácida y beata que él era incapaz de mirar sin sentir un odio amargo, por injustificado.
Se instaló en el auto, echándose al asiento del copiloto con los brazos cruzados, fingiendo mas frío del que tenía. Una llovizna finísima empapaba la calle y cuando Luciana encendió el motor, el MP3 del auto comenzó a reproducir el Ave María de Guilio Caccini que embonó perfecto en la melancolía del día.
Casi a su pesar Pablo comenzó a suavizarse, y aunque permaneció en su mutismo hermético Luciana pareció notarlo.
- Perdóname por despertarte mi amorcito – dijo en medio de un chelo, como si lo hubiera ensayado - pero ya van a cerrar las convocatorias de apoyo artístico y si no la recoges vas a seguir sin poder dormir en la noche.
Luciana tenía razón. De nuevo. Siempre tenía la razón. Su superioridad moral era permanente desde que le permitió abandonar el trabajo que lo tenía frustrado hasta la depresión, para que pudiera explorar sus inquietudes literarias, abandonadas hacía tanto tiempo.
Ella llevaba desde entonces toda la carga económica y esa dependencia se estaba comenzando a convertir en un bloqueo creativo para Pablo que desde muy joven había tenido un talento especial para el autosabotaje. Sólo era capaz de leer sin poder escribir una sola palabra que lo entusiasmara.
Sin embargo, algo ocurrió esa mañana, tal vez la llovizna o la música de Caccini, pero en su mutismo Pablo empezó a sentirse profundamente conmovido. Miró por primera vez a Luciana. Por primera vez en mucho tiempo. Manejaba en un tráfico denso sin el menor gesto de impaciencia o disturbio en su cara. Se había cortado el pelo recientemente y lucía más ligera, más sabia.
Recordó el amor que había sentido en la noche insomne, recordó a Murakami. Una oleada de emoción comenzó a subirle por la traquea. Casi sentía ganas de llorar y en ese momento Luciana detuvo el coche.
- Tengo un día muy complicado – Le dijo ella antes de salir del coche – ve por la convocatoria y después regrésate a dormir un poco si quieres.
Pablo quiso decirle algo de lo que sentía, pero su mente y su garganta estaban estrechas por la emoción y el desvelo.
- Si mi amor. Te amo – alcanzó a decir Pablo mientras ella salía del coche tras un beso apresurado por el claxon de un taxi.
- ¡Yo también te amo! – gritó Luciana desde la acera mientras él cambiaba al asiento del conductor - ¡te hablo en la noche a ver si pasas por mi!
El taxi continuó pitando con estridencia. Luciana sonrió y le envió un beso antes de entrar al edificio resbalando un poco en la entrada mojada.
Mientras el taxista lo rebasaba gritando un insulto, Pablo experimentó un deja vu al mirar a Luciana desaparecer tras la puerta de vidrio.
Después siguió su camino, despacio, invadido por una sensación de nostalgia y remordimiento por no haber podido decirle a Luciana lo mucho que la amaba y lo profundamente agradecido que estaba con ella por sostener su espíritu de esa manera.
Sin embargo podía decírselo más tarde. Mejor aún, podía demostrárselo, podía prepararle una cena especial, podía escribirle uno de los cuentos que tanto le gustaban. Incluso sabía qué escribir. Había estado pensando en la trama en los últimos días pero ahora se le presentó completa, de principio a final en menos de diez minutos. Supo que era lo suficientemente sólida como para sentarse a escribirla plácidamente, placenteramente, sin luchar contra nada. Sólo se trataba de transcribirla. Los detalles de la historia comenzaron a llegar mientras manejaba, a poblarla de imágenes y de amor a Luciana.
Buscó a tientas el botón del MP3 para volver a escuchar el Ave María y continuar con el flujo de su inspiración, cuando un coche lo rebasó con vehemencia por la derecha y después se patinó adelante para chocar de frente con el muro de contención, y tras un chasquido seco, volar por los aires hacia el parabrisas de Pablo.
Su muerte fue apenas el principio de un sobresalto.
Pablo Virgilio abrió los ojos a una oscuridad absoluta. El desasosiego del insomnio se convirtió en pánico cuando recordó el accidente. Intentó moverse y comprendió que algo en su cuerpo estaba muy roto, pero no sintió ningún dolor. Con dificultad levantó los brazos que chocaron a los pocos centímetros con la tapa contundente del ataúd. Su pánico se convirtió en horror gélido, comenzó a temblar con violencia y empujó con todas sus fuerzas hacia arriba sin conseguir en la loza el menor movimiento errático. El peso sobre él era absoluto y comprendió que estaba enterrado. Abrió la boca para gritar y de su garganta sólo brotó un lastimoso siseo como el roce de un objeto ajeno, inanimado, y descubrió esa sensación de impertinencia en todo su cuerpo. Incluso su terror carecía de los latidos del corazón que lo reconfortaban.
Descubrió que los latidos de su corazón lo habían reconfortado. Pero eso era antes, cuando su cuerpo estaba vivo.
El verdadero insomnio no es una vigilia normal. No es cómo estar despierto hasta muy altas horas de la noche. El insomnio profundo tiene algo de sobrenatural: es el agotamiento sin alivio, es la mente sin lucidez experimentando la crudeza de la existencia, la conciencia del tiempo sin las armas y mecanismos para mitigarlo, cómo si un niño heredara de pronto la conciencia de un anciano y asumiera de golpe todas sus pérdidas.
Otro en su lugar se habría desesperado, pero Pablo estaba acostumbrado a ese desencanto. Conocía de toda su vida esa traición del espíritu . Conocía el silencio. Conocía la oscuridad. Con el tiempo aprendería a distinguir los sonidos del exterior amortiguados por varios metros de tierra compactada por la lluvia, aprendería a escuchar los ruidos viscosos de las larvas y los gusanos en la tierra y en su propio cuerpo.
De pronto sus manos adormecidas palparon un objeto frío y metálico. Reconoció la forma de la lámpara de leds a su lado, había otros objetos, sus dedos torpes y temblorosas buscaron el interruptor. La lámpara prendió a la perfección iluminando con luz fría la blanca mortaja del ataúd. Con incredulidad llevó la baratija china hasta sus ojos sin lastimarlos, pues sus pupilas ya no se movían, y pudo ver reflejado en el cromo su rostro de cadáver oscuro y anonadado, con ojos desorbitados que tenían una expresión tan macabramente estúpida, que estuvo a punto de soltar una carcajada, pero la mandíbula cayó fracturada y no volvió a regresar a su lugar.
Con los ojos tan abiertos como la boca por la sorpresa y la falta de párpados (y mandíbula) siguió explorando lo que la luz podía mostrarle. Encontró una gran cantidad de libros acomodados cuidadosamente junto al cuerpo que alguna vez fuera suyo. Con la impaciencia de un niño abriendo regalos comenzó a mirar los títulos vibrando todo el cadáver de emoción: Obras completas de Jean Ray, de Edgar Allan Poe, de Arthur Machen, de H.P. Lovectraft, de Clive Barker… la selección era tan macabra que haría brincar de emoción a cualquier cadáver y los títulos y autores seguían mas allá de sus rodillas donde no era tan fácil alcanzar, pero ya tendría tiempo de preocuparse por eso.
Por ahora era suficientemente difícil decidirse por cual empezar, tan sólo con los que tenía a la mano…
El cadáver de Pablo miró sus manos. Por el estado en el que se encontraban calculó que llevaría unos tres meses muerto… no estaba seguro… nunca había tenido en vida la morbosidad necesaria para averiguar esos datos. Pero sabía que en unos dos o tres años a mas tardar su cuerpo habría terminado de descomponerse y entonces desaparecería en el sueño perpetuo.
No tenía prisa. Había suficiente material para leer y releer por mucho más tiempo que ese y el material era lo suficientemente mórbido para llenar de poesía un cuerpo en descomposición.
De pronto tuvo un sobresalto, y por instinto llevó las manos a los bolsillos de su traje. Los encontró repletos de pilas de litio, desbordante, como un tesoro brillante de moneditas de plata. También encontró una nota, era muy pequeña, apenas una hoja de libreta de recados telefónicos con un beso pintado y una letra: L.
Pablo guardó de nuevo la nota y se dispuso a leer sonriendo con una sola hilera de dientes. Pensaba en lo afortunado que era de haber encontrado a Luciana y de haber vivido con ella por tantos años. Se sentía inflamado de amor, de ternura, de agradecimiento. Sólo ella en todo el mundo hubiera sido capaz de preveer lo que necesitaría su animo en un momento tan terrible como el que estaba experimentando.
Eligió empezar por Machen.
Alejandro Valle
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