EL HOMBRE CONFORME
Cuando me dijeron que mi hermano Luis no contestaba el teléfono tuve un mal presentimiento. No era su estilo. Luis era de los que contestaban siempre, aunque estuviera dormido. No fuera a ser que alguien necesitara de su ayuda.
- ¡¿Cómo que le dio al niño?! – Pregunté alarmado.
- Se lo dio – Repitió María. Y su tono no me tranquilizó en absoluto – Se apareció esa pinche urraca en la puerta y él… pues se lo dio, así...
Una corriente de viento comenzó a correr por la línea de teléfono.
- ¿Cómo lo oíste? - Dije después de un momento. Necesitaba tener la imagen completa.
- No se escuchaba mal…
- Pero – Insistí con impaciencia.
- Bueno… ya sabes como es Luis. No habla mucho. Pero sonaba demasiado tranquilo… demasiado…
La torpeza de María volvió a desesperarme y colgué el teléfono. Siempre terminaba colgándole el teléfono a María. Estaba totalmente incapacitada para expresarse. No pronunciaba las palabras, se le escurrían de la boca como baba. Una palabra cada tres segundos, y antes de la cuarta yo ya me había violentado y colgaba el teléfono como si le estuviera lanzándole un golpe a la cabeza.
Esta vez no le volví a llamar. Pero tampoco intenté llamar a Luis. Me quedé sentado un momento. Percibiendo como el viento que yo creía en el teléfono se encontraba mas bien entre mis oídos. Después me dirigí al coche directamente.
Mi preocupación y mi angustia se incrementaron junto con el tráfico. Imaginé de nuevo a Luis y de nuevo su imagen volvió a dolerme.
Luis es el número siete de ocho hermanos, pero nunca se quejó. Nunca reclamó un lugar digno.
Cuando nació Roberto, el último, Luis estaba por cumplir un año, de modo que su privilegio de ser el bebé de la casa le duró muy poco. Solíamos burlarnos siempre de que mamá olvidó su primer cumpleaños y le cantábamos en la oreja esa cantaleta: Poobre Niicoolaaaas… pues en alguna oscura parte de nuestra imaginación de niños, inventamos a ese personaje Nicolás, que era huérfano, que nadie lo quería y que era pelón, entre todo lo que se nos iba ocurriendo.
El juego consistía en que alguien enumeraba una desgracia y todos respondíamos a coro: Poobre Niicoolaaaas…
No éramos una familia especialmente pobre pero recuerdo que siempre faltaba de todo. A papá prácticamente no lo veíamos. Era de carácter bondadoso y huraño, como Luis, y siempre estaba trabajando. Pero a veces llegaba a la casa cargando una bolsa de pan dulce. Exactamente ocho panes. Ni uno más.
Mi mamá lo llevaba hasta la mesa en un plato, que cargaba sobre su cabeza para evitar que nosotros, que brincábamos como pirañas a su alrededor, lográramos atraparlo antes de tiempo. Y cuando lo ponía a nuestro alcance, la rebatinga era inevitable. Golpes y arañazos para conseguir una dona o una concha blanca. A Luis siempre le tocaba el que nadie quería, seguramente algún panquecito macizo, o una de esas extrañas rebanadas con mantequilla y azúcar que tienen una apariencia nada voluptuosa, pero que Luis parecía disfrutar tanto junto con su vaso de leche, que lo mas seguro es que alguien terminara cambiándoselo por algún pedazo de dona lamido y sin glasé, que Luis aceptaba estoico para no meterse en problemas con sus hermanos caníbales.
La cantaleta era inevitable: Poobre Niicoolaaaas… mientras Luis buscaba la forma de disfrutar el miserable pedazo de dona junto con el último traguito de su leche.
Y si era de esa forma con el pan, con los juguetes navideños Luis no tenía ninguna esperanza. Siempre le tocaba el roto, el extraño o el anacrónico. Tal vez por eso Luis no desarrolló deseos y mis papás no encontraban que regalarle para compensarlo, pues parecían no interesarle en absoluto los juguetes.
Desarrolló en cambio una pasión obsesiva por el dibujo. No importa si por molestar lo dejábamos sólo con la crayola amarilla, su dibujo siempre era el mejor, lo cual tampoco importaba por que Luis no buscaba reconocimiento, sólo quería dibujar, y hasta nosotros que éramos los niños más lacrosos del mundo, aprendimos a respetar eso.
Y a través de los dibujos que estaban por toda la casa, de las historietas que hacía sólo para nosotros (y que nos hacían reír a carcajadas con las desgracias de ese personaje de todos llamado Nicolás), nosotros aprendimos a respetar a Luis y nos convertimos en sus protectores, frente a un mundo que, como todo lo demás, no estaba hecho a su medida.
De alguna manera Luis consiguió salir adelante. A pesar de una escuela que era fundamentalmente competitiva, y sin saber competir, Luis logró terminar la prepa con calificaciones mediocres. Mi papá no podía costear la universidad de todos nosotros. Algunos nos fuimos directamente a los negocios, María se casó y los más brillantes consiguieron ser aceptados en la Universidad pública. Luis no lo consiguió, seguramente debido a su promedio, porque tenía un talento nato para el arte, pero no parecía estar interesado en ninguna otra cosa, ni siquiera en su apariencia que era escandalosamente descuidada.
Sin embargo, y ante la sorpresa de todos, consiguió una beca para estudiar artes plásticas. Todos estábamos muy felices por él. Sinceramente felices. Parecía que el universo se había confabulado por una sola vez en la vida para crear armonía en la familia. El futuro se veía luminoso, todos estábamos bien, todo estaba en su sitio. Nadie envidiaba a nadie. Todos éramos Luis.
Pero la armonía es solamente una ilusión y dura muy poco. Esto lo aprendimos desde muy chicos. Y un día Luis se involucró con esa modelo de su clase de dibujo al desnudo, que se llamaba Azucena, y que era un caos. Un revoltijo de emociones encontradas, de envidia, de pereza, de lujuria, sobre todo de ira. Lo opuesto a mi hermano. Pero dicen que los opuestos se atraen y pronto nuestro cuarto estuvo tapizado de dibujos al carboncillo de su nalgas y tetas. Azucena parada y Azucena agachada, doblando la lonja. No se que le veía Luis. Nosotros la odiábamos. Le decíamos la Urraca a sus espaldas, sin que Luis lo supiera, porque parecía verdaderamente muy enamorado.
Al poco tiempo Azucena quedó embarazada. Luis nos los dijo a todos con una sonrisa, cómo si fuera una buena noticia. Nadie se atrevió a decir una palabra, sólo mi mamá, que es bastante gorda, se levantó pesadamente de su silla, lo abrazó y le plantó un beso de lástima en la cabeza.
Luis se casó a pesar de nuestras airadas protestas. Abandonó la escuela de arte, se cortó el pelo y se metió a trabajar haciendo story boards en una agencia de publicidad, donde no ganaba mucho, pero si lo suficiente para pagar un pequeño departamento y complacer los caprichos voraces de su pájaro de rapiña, que se dedicó a engordar, exageradamente, como todo lo que hacía.
Cuando nació el bebé, Luis se había convertido en una caricatura de mi padre, sin embargo irradiaba una felicidad y una calma que nos provocaba mas asombro que gusto. Le puso Nicolás al bebé, según él como un homenaje a todos sus hermanos, y Azucena no protestó únicamente porque, como era de esperarse, sufrió una terrible depresión postparto que la mantuvo en cama los meses siguientes.
Los cuidados del bebé se convirtieron en una excusa de la Urraca para humillar en público a mi hermano. Mi hermano se disculpaba por ella y eso me ponía los nervios de punta. Me irritaba mucho mas allá de lo que podía soportar y poco a poco dejé de visitarlos.
Un día me enteré por mi hermana María de que ella lo había abandonado. Se había llevado toda su ropa. Pero había dejado a Nicolás.
Todos nos ofrecimos a ayudar a Luis, pero fue muy poco lo que pudimos darle. Apenas algunas horas con Nicolás que tenía apenas un año y era como un juguete para nosotros. Lo usábamos un momento y después lo pasábamos al siguiente hermano como una papa caliente. Mientras Luis se partía el lomo trabando para obtener dinero extra.
Un día mi hermano llegó a recoger a Nicolás a la casa y su hijo lo dijo papá. Esa fue su primera palabra.
Luis abandonó la agencia al poco tiempo. Se dedicó a Nicolás y a trabajar por las noches de manera independiente. A pesar de nuestros reclamos los vimos muy poco, pero el cansancio y la paternidad le dieron a Luis la fisonomía que tiene ahora: una especie de asceta, delgado y en éxtasis, con la mirada brillante.
Durante cerca de un año Nicolás fue su mundo. Su religión y su mantra. Y su paternidad se convirtió en el arte más delicado.
Por eso cuando María me avisó que Azucena había regresado por el bebé, acompañado de un hombre maduro - que afirmaba ser maestro de arte y el verdadero padre del niño - me invadió una oleada de ira. Pero cuando María, en su forma babosa que tiene de decir las cosas, trató de explicarme que Luis se lo había dado, todo mi enojo se convirtió en una angustia aguda, que se convirtió en una especie de viento en mis oídos y me acompaño en una travesía eterna por toda la ciudad hasta la casa de Luis, que no respondía las llamada.
Toqué en la puerta con desesperación mientras el zumbido aumentaba hasta convertirse en un horrible presentimiento.
Y Luis abrió la puerta.
Fuera de esa apariencia de asceta que tiene, se veía bastante tranquilo.
- ¡¿Porque se lo diste?! – le grité a quemarropa.
Luis camino por el departamento con tranquilidad invitándome a seguirlo.
- Necesitaba a su madre – me dijo tranquilamente.
- ¡Pero esa mujer va a arruinarlo Luis! ¡ es una Arpía!
- Lo sé. Es una urraca. – dijo Luis sentándose con suavidad en un banco, frente a un caballete.- Pero también es su madre.
- ¡Ay Luis! ¡ay Luisito! – dije abrazándolo y rompiendo en lágrimas - ¿por qué se lo permitiste?
- Porque él me lo dijo.
- ¡¿Quién?! – grité irreflexivamente - ¿quién te lo dijo?
- Nicolás – dijo con voz suave – Nicolás me dijo que quería a su mamá.
Yo no dije nada. Abracé a mi hermano invadido por todo el amor del mundo, con los ojos inundados en lágrimas. Tratando de entender lo que estaba pintando.
No entendí el cuadro. Desde que Luis pintaba esas cosas abstractas había dejado de entender su arte. Pero estaba lleno de colores, y los trazos eran suaves y luminosos. Era hermoso.
Alejandro Valle * 1er semestre SOGEM
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